El juicio
A partir del 13 de enero de 1431, las declaraciones tomadas en Lorena y en otros lugares fueron leídas ante el obispo y sus asesores; debían servir de marco para el interrogatorio de Juana. Convocada a comparecer ante sus jueces el 21 de febrero, Juana pidió permiso para ir a misa antes, pero se le denegó debido a la gravedad de los delitos que se le imputaban, entre ellos el intento de suicidio al haber saltado al foso. Se le ordenó que jurara decir la verdad y así lo hizo, pero siempre se negó a revelar las cosas que había dicho a Carlos. Cauchon le prohibió salir de su prisión, pero Juana insistió en que era moralmente libre de intentar escapar. Se le asignaron entonces guardias para que permanecieran siempre dentro de la celda con ella, y se la encadenó a un bloque de madera y a veces se le pusieron grilletes. Entre el 21 de febrero y el 24 de marzo fue interrogada casi una docena de veces. En todas las ocasiones se le exigió que jurara de nuevo decir la verdad, pero siempre dejó claro que no necesariamente divulgaría todo a sus jueces, ya que, aunque casi todos eran franceses, eran enemigos del rey Carlos. El informe de este interrogatorio preliminar le fue leído el 24 de marzo y, salvo en dos puntos, admitió su exactitud.
Cuando el juicio propiamente dicho comenzó un día más tarde, Juana tardó dos días en responder a los 70 cargos que se habían formulado contra ella. Éstos se basaban principalmente en la afirmación de que su comportamiento mostraba una presunción blasfema: en particular, que reclamaba para sus pronunciamientos la autoridad de la revelación divina; profetizaba el futuro; endosaba sus cartas con los nombres de Jesús y María, identificándose así con el novedoso y sospechoso culto del Nombre de Jesús; profesaba tener asegurada la salvación; y vestía ropa de hombre. Tal vez la acusación más grave fue la de preferir lo que ella creía que eran los mandatos directos de Dios a los de la iglesia.
El 31 de marzo fue interrogada de nuevo sobre varios puntos sobre los que había sido evasiva, especialmente sobre la cuestión de su sumisión a la iglesia. En su posición, la obediencia al tribunal que la juzgaba se convirtió inevitablemente en una prueba de dicha sumisión. Ella hizo todo lo posible para evitar esta trampa, diciendo que sabía bien que la iglesia militante no podía equivocarse, pero que era a Dios y a sus santos a quienes se consideraba responsable de sus palabras y acciones. El juicio continuó, y los 70 cargos se redujeron a 12, que fueron enviados para su consideración a muchos eminentes teólogos tanto en Rouen como en París.
Mientras tanto, Juana cayó enferma en prisión y fue atendida por dos médicos. El 18 de abril recibió la visita de Cauchon y sus ayudantes, que la exhortaron a someterse a la Iglesia. Juana, que estaba gravemente enferma y creía estar muriendo, suplicó que se le permitiera confesarse y comulgar y ser enterrada en tierra consagrada. Continuaron acosándola, recibiendo sólo su constante respuesta: «Confío en nuestro Señor, me mantengo en lo que ya he dicho». El 9 de mayo insistieron más, amenazándola con torturas si no aclaraba ciertos puntos. Ella respondió que aunque la torturaran hasta la muerte no contestaría de otra manera, añadiendo que en cualquier caso mantendría después que cualquier declaración que pudiera hacer había sido arrancada por la fuerza. En vista de esta fortaleza de sentido común, sus interrogadores, por una mayoría de 10 a 3, decidieron que la tortura sería inútil. El 23 de mayo, Juana fue informada de la decisión de la Universidad de París de que, si persistía en sus errores, sería entregada a las autoridades seculares; sólo ellas, y no la Iglesia, podían ejecutar la sentencia de muerte de un hereje condenado.