El agente especial supervisor y criminólogo Robert K. Ressler, de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI, contó la famosa historia de su tercer encuentro con Ed Kemper:
Dos veces antes, me había aventurado en la prisión de Vacaville, en California, para verle y hablar con él, la primera vez acompañado por John Conway, la segunda por Conway y por mi socio de Quantico John Douglas, a quien yo estaba introduciendo. Durante esas sesiones, habíamos profundizado bastante en su pasado, en sus motivaciones para asesinar y en las fantasías que se entrelazaban con esos crímenes. (…) Estaba tan satisfecho de la relación que había alcanzado con Kemper que me animé a intentar una tercera sesión con él a solas. Tuvo lugar en una celda justo al lado del corredor de la muerte, el tipo de lugar que se utiliza para dar la última bendición a un hombre que va a morir en la cámara de gas. (…)
Después de conversar con Kemper en esta claustrofóbica celda cerrada durante cuatro horas, tratando asuntos que implican un comportamiento al borde extremo de la depravación, sentí que habíamos llegado al final de lo que había que discutir, y pulsé el timbre para llamar al guardia para que viniera a dejarme salir de la celda. Ningún guardia apareció inmediatamente, así que continué con la conversación. (…)
Después de que pasaran otros minutos, pulsé el timbre por segunda vez, pero seguí sin obtener respuesta. Quince minutos después de mi primera llamada, hice un tercer zumbido, y sin embargo no llegó ningún guardia.
Una expresión de aprensión debió de aparecer en mi rostro a pesar de mis intentos de mantener la calma y la frialdad, y Kemper, muy sensible a la psique de los demás, se dio cuenta de ello.
«Tranquilo, están cambiando el turno, alimentando a los chicos en la zona de seguridad». Sonrió y se levantó de la silla, haciendo más evidente su enorme tamaño. «Puede que pasen quince o veinte minutos antes de que vengan a buscarte», me dijo. (…)
Aunque me pareció que mantenía una postura fría y serena, estoy seguro de que reaccioné a esta información con indicios algo más manifiestos de pánico, y Kemper respondió a éstos.
«Si me volviera loco aquí, tendrías muchos problemas, ¿no? Podría arrancarte la cabeza y colocarla sobre la mesa para saludar al guardia».
Mi mente se aceleró. Me imaginé que me alcanzaba con sus grandes brazos, me inmovilizaba contra la pared en un estrangulamiento, y luego me sacudía la cabeza hasta romperme el cuello. No tardaría mucho, y la diferencia de tamaño entre nosotros casi seguro que me aseguraría de no poder luchar contra él mucho tiempo antes de sucumbir. Tenía razón: podría matarme antes de que yo o cualquier otra persona pudiera detenerlo. Así que le dije a Kemper que si se metía conmigo, él mismo estaría en graves problemas.
«¿Qué podrían hacer? ¿Cortarme los privilegios de la televisión?»
Le contesté que sin duda acabaría «en el agujero» -confinamiento solitario- durante un periodo de tiempo extremadamente largo.
Tanto él como yo sabíamos que muchos de los reclusos puestos en el agujero se ven obligados por ese aislamiento a caer en la locura, al menos temporalmente.
Ed se encogió de hombros diciéndome que era un veterano en esto de estar en prisiones, que podía soportar el dolor del aislamiento y que no duraría para siempre. Con el tiempo, le devolverían a un estado de reclusión más normal, y su «problema» palidecería ante el prestigio que habría ganado entre los demás presos al «liquidar» a un agente del FBI.
Mi pulso hizo la carrera de cien yardas mientras intentaba pensar en algo que decir o hacer para evitar que Kemper me matara. Estaba bastante seguro de que no lo haría, pero no podía estar completamente seguro, pues se trataba de un hombre extremadamente violento y peligroso al que, como él mismo insinuaba, le quedaba muy poco que perder. Cómo había sido tan tonto como para entrar aquí solo?
De repente, supe cómo me había metido en semejante situación. De entre todas las personas que deberían haberlo sabido, había sucumbido a lo que los estudiosos de la toma de rehenes conocen como «síndrome de Estocolmo»: me había identificado con mi captor y le había transferido mi confianza. A pesar de haber sido el principal instructor en técnicas de negociación de rehenes para el FBI, ¡había olvidado este hecho esencial! La próxima vez, no sería tan arrogante sobre la relación que creía haber logrado con un asesino. La próxima vez.
«Ed», dije, «seguro que no crees que entraría aquí sin algún método de defensa, ¿verdad?»
«No me jodas, Ressler. No te dejarían subir aquí con ningún arma encima».
La observación de Kemper, por supuesto, era muy cierta, ya que dentro de una prisión no se permite a los visitantes llevar armas, no sea que éstas sean incautadas por los reclusos y utilizadas para amenazar a los guardias o para ayudar a una fuga. No obstante, indiqué que los agentes del FBI gozaban de privilegios especiales que los guardias ordinarios, la policía u otras personas que entraban en una prisión no compartían.
¿Qué tienes entonces?»
«No voy a desvelar lo que podría tener o dónde podría tenerlo encima.»
«Vamos, vamos; ¿qué es, un bolígrafo envenenado?»
«Quizá, pero esas no son las únicas armas que uno podría tener.»
«Artes marciales, entonces», reflexionó Kemper. «¿Karate? ¿Tienes tu cinturón negro? Crees que podrás conmigo?»
Con esto, sentí que la marea había cambiado un poco, si no había cambiado. Había una pizca de broma en su voz -esperaba-. Pero no estaba seguro, y él comprendió que no estaba seguro, y decidió que seguiría intentando ponerme nervioso. Para entonces, sin embargo, había recuperado algo de compostura, y pensé en mis técnicas de negociación de rehenes, la más fundamental de las cuales es seguir hablando y hablando y hablando, porque las evasivas siempre parecen desactivar la situación. Hablamos de las artes marciales, que muchos reclusos estudiaban como forma de defenderse en el durísimo lugar que es la cárcel, hasta que, por fin, apareció un guardia y desbloqueó la puerta de la celda. (…)
Cuando Kemper se dispuso a salir por el pasillo con el guardia, me puso la mano en el hombro.
«Sabes que sólo estaba bromeando, ¿no?»
«Claro», dije, y dejé escapar un profundo suspiro.
Resolví no volver a ponerme a mí ni a ningún otro entrevistador del FBI en una situación similar. A partir de entonces, nuestra política consistió en no entrevistar nunca a un asesino, violador o pederasta convicto en solitario; lo haríamos en parejas.