Al final de su vida, Newton era uno de los hombres más famosos de Inglaterra, y su preeminencia en asuntos científicos era indiscutible. También se había convertido en un hombre rico; invirtió sus sustanciosos ingresos con sabiduría, y tuvo suficiente para hacer considerables donaciones a la caridad y dejar una pequeña fortuna en su testamento. Que fuera feliz es otra cuestión. Nunca hizo amigos con facilidad, y en sus últimos años su peculiar combinación de orgullo, inseguridad y distracción parece haber interferido en sus relaciones. Nunca se casó y vivió como el «monje de la ciencia», habiendo canalizado toda su energía sexual en su trabajo. Sus únicas relaciones estrechas con mujeres fueron familiares: con su sobrina, con la que vivió algunos años, y mucho antes, con su madre, que había muerto en 1679. Alrededor de 1700 había cortejado brevemente a una viuda rica, pero no llegó a nada.
En la vejez, la salud de Newton comenzó a deteriorarse: a los ochenta años empezó a sufrir incontinencia, debido a una debilidad en la vejiga, y su movimiento y dieta se restringieron. Comía sobre todo verduras y caldo, y estaba aquejado de un cálculo en la vejiga. En 1725 enfermó de gota y al año siguiente padeció hemorroides. Mientras tanto, el dolor de los cálculos en la vejiga se agravó, y el 19 de marzo de 1727 perdió el conocimiento y nunca lo recuperó. Murió el 20 de marzo, a la edad de ochenta y cinco años, y fue enterrado en la Abadía de Westminster; a su funeral asistieron todas las personalidades de Inglaterra, y su féretro fue llevado por nobles. Fue, según un contemporáneo, un funeral digno de un rey.
Su fama no hizo más que crecer con su muerte. Décadas más tarde, el filósofo David Hume escribiría que Newton era «el mayor y más raro genio que jamás se haya levantado para el adorno y la instrucción de la especie». Alexander Pope, el gran poeta inglés, compuso un epitafio: «La naturaleza y las leyes de la naturaleza yacen ocultas en la noche; / Dios dijo, ¡que sea Newton! y todo fue luz». El logro de Newton no fue un estallido de luz contra la oscuridad, sino una explosión entre muchas otras en el progreso de la Revolución Científica. Pero la suya fue la mayor explosión, con diferencia, y el impacto de Newton en el mundo del pensamiento occidental puede compararse con el de figuras como Platón, Aristóteles, Galileo e incluso Jesús. No todas las ideas que persiguió condujeron a un triunfo; sus sistemas matemáticos tuvieron algo menos de éxito que los de Leibniz, y sus innumerables escritos sobre alquimia y teología languidecieron, y ahora sólo son leídos por los biógrafos que buscan comprender mejor a este hombre complejo y contradictorio. Pero los triunfos de Newton, y los principios universales que descubrieron, no encontraron paralelos en la ciencia de su tiempo. Como observó el pensador francés Laplace, con un poco de pesar, sólo había un universo, por lo que sólo un hombre podía descubrir su «ley fundamental». Esa ley era la gravedad, y ese hombre, durante cientos de años, fue Isaac Newton.
Al final, por supuesto, se demostró que Laplace estaba equivocado. En el siglo XX, Albert Einstein dio la vuelta a la concepción newtoniana del universo, demostrando que lo que Newton consideraba absoluto -espacio, distancia, tiempo, movimiento- era en realidad relativo. Einstein demostraría que el espacio y el tiempo eran un solo tejido, conocido como «espacio-tiempo», que el universo era un lugar más amplio y fantástico de lo que Newton había creído posible, un lugar en el que las fórmulas y las leyes unificadas ya no podían ser válidas. Sin embargo, estas maravillas descubiertas posteriormente no habrían sorprendido al gran científico. Cuando se le pidió una evaluación de sus logros, Newton respondió: «No sé lo que pueda parecer al mundo; pero a mí me parece que sólo he sido como un niño que juega en la orilla del mar y se entretiene de vez en cuando en encontrar un guijarro más liso o una concha más bonita de lo normal, mientras el gran océano de la verdad yace ante mí sin descubrir».